Estaba feliz por mi propia insignificancia al haber comprendido que no eran mis pensamientos los responsables de su inapelable pausa. Segura de que sus partículas no me habían notado, consideré muy eficiente mi intento de permanecer de incógnito en el diminuto espacio que dividíamos. Era una más, y nada más. Solo me limitaba a desear que él continuara intentándolo mientras hubiera tiempo… Y que sus partículas continuaran sin percibirme. Lo deseaba con tanta intensidad que, si hubiera podido, habría permitido que mi cuerpo perdiera la densidad y yo me transformara en etérea percepción plenamente despierta a la energía que me rodeaba. Invisible, podría desfrutar más a gusto del regalo que la vida acababa de presentarme –y a lo mejor también de quitarme: el hombre se encontraba enfadado con sus piernas y en aquel momento yo no podía tener la certeza de si él había desistido o si se concentraba antes de volver a empezar. Prefería que la segunda opción fuera la correcta. Por precaución, para no despistarle, lo único que se movía en mí era el corazón. El tiempo avanzaba indigno haciendo que mi desesperación se volviera cada vez más grande. No tendríamos mucho tiempo más y yo tampoco podía prever quién saldría antes: ¿seria él o seria yo? Tomada por una inquietante ansiedad, he empezado a querer que sus partículas me notaran y siendo así, como una suerte de súplica, he permitido que el latido de mi corazón sonara un poco más fuerte.
En un determinado instante, una alegría infinita se había apoderado de mí –¡había funcionado!–, por suerte, el gitano había entendido mi deseo casi silencioso y había empezado otra vez: imprimía en el suelo, el sonido bellamente ritmado de su alma. (Me habría gustado mucho que él y sus partículas hubieran oído mi agradecimiento también silencioso.) El hombre no tenía canas, pero imagino que debía tener unos 50 y pocos años, tal vez sesenta... Tampoco tenía muchas arrugas, pero en su cara era visible la carga de vida que le había dejado tan interesante. Ahora se encontraba satisfecho con la descarga emocional que acababa de despejar en forma de percusión: ¡finalmente sus pies le habían obedecido!
Me he sorprendido cantando junto con él, aunque en absoluto silencio. Un murmullo cualquiera, aunque casi inaudible sería un pecado todavía más grave que el anterior: las partículas... Padeciendo una especie de hermetismo, ahora era yo quien no dejaba escapar la sonrisa por la boca: yo no me había dado cuenta de que sabía la letra, pero la tenía resonando en la cabeza de tanto oír el CD de Camarón. Me tomé prestado de aquella mujer rolliza y linda la dedicación musical que le era ofrecida –mi "primo" cantaba para ella, pero estaba a mi lado, y aunque no lo supiera, cantaba directo a todos mis sentidos: la música me entraba por toda la extensión de mi piel, dejando miles de pelos de punta. Quería continuar allí, pero el tiempo, que corría mucho más deprisa que las manecillas de mi reloj, no me ofrecía ninguna tregua y estaba al borde del final. Ya no podía quedarme más. Me surgió, entonces, una necesidad inmensamente visceral de comunicarme con sus partículas. Discreta, pero intensamente, me he despedido de los gitanos con una sonrisa de agradecimiento. La mujer sonríe. El hombre me agradece también con una sonrisa.